jueves, 8 de octubre de 2009

Empieza el verano en las playas de Brasil

Río de Janeiro estará de moda en 2016, pero antes de lleguen los Juegos Olímpicos, tienes que viajar al país para disfrutar de sus más de 9.000 kilómetros de costa, con un catálogo de playas a cual más perfecta.

Los nombres de Copacabana e Ipanema se bastan y se sobran para transportar la imaginación hacia los arenales alfombrados de cuerpos perfectos jugando al voley en la playa o saboreando el sol y el desenfado del ambiente carioca.
Río, la Cidade Maravilhosa que vigilan desde los alto sus característicos morros, no se conforma sin embargo con ser dueña y señora de las probablemente dos playas más famosas del planeta, y le despacha al viajero un buen puñado de sabrosas alternativas que no le ponen nada fácil el decantarse por una u otra, como la playa de Botafogo y sus vistas al Corcovado y el Pan de Azúcar, y las de Leblón o Prainha, entre las favoritas de los surfistas.
Pero si se buscan escenarios mucho más vírgenes sin alejarse demasiado, a unas dos horas al norte de Río, aparecen una veintena de playas con regusto a edén perdido en la península de Búzios y, rumbo al sur, las nada menos de dos mil que se reparten entre las ocho bahías y 365 islas de Angra dos Reis, como si se hubiera diseñado a propósito una para cada día del año.
Poco más allá, lindando casi con el estado de São Paulo, el pueblecito colonial de Paraty encandila tanto por las incursiones en barca entre las playas cercadas de bosque atlántico que salpican sus inmediaciones como por el embrujo de las callecitas empedradas de este antaño puerto colonial, desde el que se embarcaba hacia Lisboa el oro y el café.
Aun con semejante exceso, Brasil no puede reducirse a un destino meramente de playa. Por sus descomunales dimensiones aparecen muchas más ciudades coloniales, prodigios de la naturaleza de renombre mundial y un ambiente tan único que no parece exagerado afirmar que Brasil, antes que nada, es una forma de vida.
De ahí que limitarse sólo a sus playas sea quedarse con una visión muy parcial de lo mucho que encierra; aunque la visión sea la viva imagen del paraíso. A lo largo de sus más de 9.000 kilómetros de costa van asomando playas que se dirían insuperables, hasta que se llega a la siguiente.
Como, en el sureño estado de Santa Catarina, la famosa entre los surfistas praia da Rosa de Imbituba y las prácticamente desiertas que asoman por los alrededores de esta bahía, considerada entre las diez más fotogénicas del mundo y a la que cada año, entre julio y noviembre, acuden las ballenas francas a aparearse y parir a sus crías.
O las de Sancho y Conceição en el archipiélago de pecado de Fernando de Noronha y las del antiguo pueblecito pesquero de Porto de Galinhas, todas dispersas por el remoto estado de Pernambuco. Más al norte, en el de Ceará, las dunas y roquedos junto a las aguas increíblemente turquesa de Jericoacoara y, más arriba aún, el espejismo de los Lençóis Maranhenses. Este parque nacional, sin constituir verdaderamente playas, despliega desde la costa del estado de Maranhão un emocionante ecosistema de unos 300 kilómetros cuadrados salpicado de dunas blanquísimas.
Éstas alcanzan alturas de hasta cuarenta metros y lagunas de agua dulce que pasan de todas las gamas posibles de azul hasta vestirse de un rabioso verde esmeralda, en uno de los escenarios más protigiosos de todo Brasil.

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